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Construcción del Histórico Templo
Historia contemporánea.
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Sábado, 28 de Octubre de 2023

Habíamos dicho en una crónica anterior que la primera capilla construida en la Villa del Rosario fue bautizada con el nombre de Santa Ana, pero considerada en su momento, como de aspecto ofensivo para el orgullo de tan prestigiosa ciudad, se resolvió que debía ser reemplazada por un templo nuevo, más capaz y apropiado para las crecientes necesidades de ésta.

En 1821 y habiéndose decidido con anterioridad la construcción de un nuevo templo para albergar los asistentes al magno congreso, emprendieron la tarea según nos lo cuenta don Luis Febres Cordero en la crónica que sobre este tema publicara con ocasión de la celebración del centenario del Congreso de la Gran Colombia: “…las anchas baldosas que cubren el pavimento del histórico templo nos guían hacía él. Era la delicia arquitectónica de la ciudad. Situado en la esquina sur de la plaza, con sus airosas torres y sus naves solemnes, los de la villa se ufanaban de sus esfuerzos para poder construirlo, a tiempo que faltaba en más ricas poblaciones granadinas. Desde el principio de su construcción todos los párrocos y vecinos benefactores que tuvo el Rosario cifraron sus desvelos en adelantarlo; uno de los primeros, nativo de la villa, el Pbro. Juan Nepomuceno Belén, multiplicaba sus esfuerzos de hombre emprendedor hasta decorarlo con suntuosidad, en tanto que otro de los segundos, don José María Aragón, exteriorizaba su espíritu piadoso abriendo con generosidad su bolsa de capitalista para satisfacer aquel colectivo y peculiarísimo rasgo de noble vanidad regional. Es lo más probable que no estuviese terminado para 1821, tanto porque una obra tan vasta supone largos años de trabajo como porque el detalle –en que convienen todos los documentos de la época- de haberse reunido el Congreso en la Sacristía y no en el recinto del Templo, sugiere la idea de una edificación incompleta”.

Era para los días del Congreso, presidente de la república don Antonio Nariño, nos narran las actas, que encabezados por éste, los diputados del Congreso se dirigieron desde el sitio de residencia de éste, a la santa iglesia parroquial, donde con asistencia de todos y la mayor solemnidad, se celebró la misa del Espíritu Santo. Terminado este acto religioso, pasaron a la sala destinada para las sesiones del Congreso, donde tomó S.E. lugar prominente bajo el solio nacional. Otros historiadores son aún más explícitos pues narran que después de haber asistido a la misa solemne inicial, se trasladaron al salón destinado para las sesiones, que era la hermosa sacristía de la iglesia parroquial de la Villa del Rosario y aunque el punto en sí no muestra mayor interés para explicar la rara mudanza, nos debemos acoger a la crónica que refiere el remate de la construcción del templo para después de 1821, toda vez que en ese año aún no se había edificado el soberbio frontispicio y es verosímil creer que almacenados en el cuerpo del Templo hubiese losas, madera y otros elementos de construcción que naturalmente embarazarían la comodidad y el buen orden del recinto.

Se sabe con certeza que en 1829 se terminó una de las torres y en 1870 la otra, bajo la dirección del arquitecto Francisco de Paula Andrade.

La diferencia entre las dos fechas a la chuscada de un alfarero en un sitio un poco escondido en una de las baldosa, esta inscripción: “la iglesia de la Fundación la harán, la harán pero no la acabarán”.

En 1848 una violenta descarga eléctrica derribó casi todo el pabellón central, que al año siguiente, reconstruyó el maestro arquitecto Gabriel Duarte. También sufrió serios desperfectos en la sacristía y una de la naves  por la terrible inundación del río Táchira el 24 de octubre  de 1868, que marcó un acontecimiento tristemente memorable para la población, malhadado iniciador de la serie de avenidas con que el mismo río ha continuado amenazando periódicamente  el asiento territorial de la población antigua.

Medía el interior de la iglesia cerca de cincuenta metros de largo por 35 de ancho y diez gruesas columnas sostenían la techumbre. Cuatro altares laterales adornaban las naves. De este sagrado monumento, reliquias venerandas dispersas por el suelo, se ven hoy los recipientes de las pilas bautismales, varios adornos arquitectónicas de piedra labrada y múltiples monolíticos, algunos de hasta de dos metros, de los que formaban parte del presbiterio y del atrio. Nichos antiguos, con marcos sobredorados, que aún conservan el barniz como el primer día, y algunas imágenes, que el arte no desprecia ni la piedad mira toscas se conservan en el templo de la nueva ciudad, como atestaciones elocuentes del pasado esplendor.

En el recinto que ocupó la antigua iglesia se levanta hoy el cimborrio (cuerpo que sirve de base a la cúpula) soberbio, con que quiso inmortalizar aquel sitio tan caro a la religión como venerable ante la patria.

En 1887, el sacerdote Manuel María Lizardo, entendido en las artes arquitectónicas, proyectó la nueva construcción tratando de imitar en ella la decoración exterior de la basílica de la Santa Casa de Loreto en la ciudad del mismo nombre, a orillas del Adriático. Obra que quedó inconclusa para la piedad, pero no infecunda para la historia pues suspende el ánimo de quien la visita cuando se considera que  no es otro su destino sino marcar con incesante angustia el refugio instantáneo de la gloria.

Para los días de la reunión del Congreso de la Gran Colombia, el censo de población fue calculado en 1.083 moradores, una insignificante cifra a la cual habría que sumarle un centenar de población flotante constituida por los personajes de la Diputación asistente al Congreso y a sus familiares y demás personal ocupado en los menesteres oficinescos.

Parece que la designación de esa población como sede del Congreso, se debió más al sosiego y a su solitaria población que se hicieron notar cómo esta soledad apaciguaba el ánimo de los Diputados quienes recogidos en la noble meditación de organizar el Estado, libres de la presión tumultuosa y briosa la voluntad sin vallas en la tranquilidad semi campestre.

Durante las sesiones del Congreso, ninguna tropa, jefes, oficiales ni soldados se acercaron a esta villa. Bolívar procedió con la mayor delicadeza, dejando en plena libertad a los representantes de los pueblos, a fin de que acordaran para Colombia las leyes e instituciones que mejor les pareciera.

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