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Robo a la joyería Omega

El inventario practicado luego de la substracción, arrojó unas pérdidas cuantificadas.

Desde mediados del siglo XX, cuando las visitas a la ciudad por parte de los ciudadanos del vecino país se hicieron más frecuentes, el comercio fue tomando auge por las grandes demandas que éstos generaban en la mayoría de los renglones de bienes y servicios, bien porque carecían de ellos o porque sus costos eran significativamente más elevados que en Cúcuta, razón por la que, además de servirles de paseo, aprovechaban para dos cosas: echarse una “canita al aire” por los lados de La Ínsula y comprar –si les quedaban algunos bolos-, los productos que les representaban beneficios económicos, particularmente vestuario. 

Estos turistas compradores, venían de todas las regiones de Venezuela, pero es conveniente anotar que sus características socioeconómicas los clasificaban en los estratos medios y bajos de la población que por esos días tenían un poder de compra y de consumo, relativamente altos en comparación con sus pares del resto del subcontinente, lo que les permitía desplazarse con holgura por todos los rincones del mundo exhibiendo su moneda y haciendo transacciones sin mesura. 

Por los años cincuenta, uno de los negocios de mayor reconocimiento era la muy afamada joyería Omega de propiedad de don Justo Calderón Pernía, distinguido caballero cucuteño que había instalado su lujoso establecimiento en un local de propiedad de la Curia local, lo cual decía, le brindaba además de comodidad, la protección divina no solo contra los maleficios espirituales sino también contra los humanos. Había optado por bautizarla así, pues era el distribuidor exclusivo de los relojes de esa marca, aunque todos en la ciudad, la conocieran como la Joyería Calderón. Ahora bien, por esos días las medidas de seguridad no eran tan extremas, la moralidad pública, principalmente sufría los estragos de la violencia política y en general, la percepción de seguridad era bastante alta, pues pocos los actos impropios contra la propiedad que se conocían, que a pesar de su existencia, constituían noticia sobresaliente cuando ocurrían. 

El relato de hoy corresponde a uno de los casos más sonados, no por la espectacularidad, que no la hubo, sino por la simplicidad y facilidad con que fue cometido y la extrema confianza que entonces se tenía de las personas que de alguna forma tenían relación con el negocio. 

Aunque esta no fue la única vez que trataron de robar su joyería, sí fue la que más pérdida le produjo. Por las noches había contratado un celador para que estuviera pendiente  que no hubiera ningún extraño tratando de introducirse en el local. Su turno terminaba a las ocho de la mañana, hora en que se abría las puertas al público, una vez llegara su propietario. 

Esta rutina se sucedía todos los días a excepción del domingo, cuando a esa misma hora el celador, Esteban López, salía para entregar las llaves a su patrón, quien vivía en el barrio Latino, en la calle novena entre cero y primera. Por la cercanía, el traslado se realizaba a pie. Ese día, llamó la atención del vigilante un automóvil de placas venezolanas aparcado unos metros antes de la residencia de don Justo.

Estaban tres hombres en él y cuando pasó por su costado, a la fuerza lo introdujeron en el vehículo y lo condujeron  a un sector despoblado al norte por la avenida cero, en ese entonces una trocha sin pavimento y sin construcciones, solo potreros. Lo maniataron, lo vendaron y lo amordazaron para poderle quitar las llaves y estuvo allí vigilado, a punta de pistola, por uno de los pillos mientras los otros dos se dirigían a la joyería, cuyas puertas abrieron fácilmente con las llaves que le habían quitado.

Consumado el robo, los dos apaches, como llamaban antes a los hampones, regresaron por su compañero dejando abandonado al indefenso celador. No tardó mucho en desatarse y como pudo llegó hasta la casa de su patrón y le informó lo sucedido. De inmediato se dirigieron al Permanente Central para instaurar la denuncia correspondiente, la que fue atendida por el Inspector Ricardo Gélvez Bautista, de turno ese día. Una vez surtidos los trámites judiciales, el inspector dio traslado al grupo de policía judicial del DAS, delegando la investigación a los hábiles detectives, entonces agentes secretos, que se identificaban con las placas 1338 y 1397, quienes tenían como misión localizar a los autores del golpe y recuperar las valiosas joyas. Durante las pesquisas, el grupo de investigadores forenses logró obtener una serie de huellas dactiloscópicas que dejaron sobre los vidrios de las vitrinas, así como un destornillador grande, al parecer olvidado y que utilizaron para violentar algunas de las cerraduras.

Después de un detallado análisis de las pruebas y no obstante tener conocimiento de las características del automotor, no pudo ser identificado por su condición de extranjero que con toda seguridad había escapado al vecino país. 

La comisión de expertos detectives llegó a la conclusión que el sensacional golpe, al parecer, fue planeado y ejecutado por el más peligroso hampón de la época, conocido con el alias de “el pecoso”. 

El inventario practicado luego de la substracción, arrojó unas pérdidas cuantificadas en la suma de cincuenta mil pesos y representadas en cien finos relojes de pulso marca Omega, cincuenta anillos de oro de 18k. con sus piedras preciosas incrustadas, tres juegos de cadenas de oro también de 18k., un lote de dijes y de monedas de oro, conocidas como morrocotas, así como diversas medallas. 

Un duro golpe para la economía de la familia Calderón pero que con el tiempo y el duro trabajo lograrían recuperarse.

Gerardo Raynaud D. | gerard.raynaud@gmail.com

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Viernes, 5 de Mayo de 2017
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