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Un cuento del terremoto

Desde temprano, la gente empezó a llegar al concierto popular. A las once de la mañana se inició la retreta.

El hombre se levantó ese día con los trapos al revés.  Ya era martes y aún no había conseguido para el mercado de la semana. Las cantaletas de su mujer y los lloros de su hija lo desesperaban. Había hambre en la casa. Debía el arriendo de tres meses. Y en la tienda ya no le fiaban. 

Como siempre, su mujer le reprochó el no conseguir un trabajo estable, fijo, donde le pagaran la quincena puntual. Pero él prefería trabajar haciendo mandados en la Alcaldía, hacer favores, recibir propinas, casi siempre escasas, y pasar de oficina en oficina, viendo a ver qué podía echar al bolsillo.

Era un martes. Pensó en ir hasta San Antonio, a pedirles ayuda a unos primos, pero recordó  el viejo refrán “En martes ni te cases ni te embarques”. Mejor dejar el viaje para otro día, se dijo, y salió, resuelto a conseguir, como fuera, para el almuerzo del día.

Recordó que a las once comenzaba la retreta en el parque Santander, donde se reuniría mucha gente, y él podría, de pronto, meter la mano en bolsillos ajenos, tal como había venido practicando en algunas aglomeraciones y tumultos.

Se hizo la cruz y se lanzó a la calle, rumbo al parque, donde ya algunos músicos comenzaban a preparar los instrumentos y atriles. Entró a la Alcaldía y se ofreció de voluntario para repartir la programación de las fiestas julianas, que, ese año, serían a todo timbal, según lo había anunciado Francisco Azuero,  alcalde de San José de Cúcuta. Sabía que repartiendo programas le sería más fácil acercarse a las posibles víctimas. 

Desde temprano, la gente empezó a llegar al concierto popular. A las once de la mañana se inició la retreta. Parejas de esposos, parejas de amigos, parejas de novios daban vueltas alrededor del parque disfrutando de las brisas del día y de los ritmos de la banda. Y en el centro, al pie de la glorieta, algunos comenzaron a arremolinarse,  para ver  y escuchar a los músicos de cerca.

A las once y diez minutos se escuchó un ruido sordo, que nadie supo de dónde provenía, seguido de un leve temblor. Las gentes se miraron asustadas, pero los músicos siguieron tocando, de modo que todos creyeron que era un movimiento pasajero. Dos minutos más tarde volvió a temblar y entonces sucedió la catástrofe. El temblor era largo, muy largo, las casas se derrumbaban, la gente corría, todo era confusión, llanto y gritos. En un momento la ciudad quedó destruida.

Los sobrevivientes  iniciaron entonces el rescate de heridos y de cadáveres. El de los programas se deshizo de los papeles y comenzó también a ayudar… Removía escombros, entraba a las casas que no habían caído, vaciaba los bolsillos de los muertos y se apoderaba de todo lo que podía apoderarse.

Alguien lo vio y le dio aviso a la policía. Lo pillaron con las manos en la masa.
-¿Su nombre?
-Piringo.
-¿Piringo qué?
-Piringo solo.
-¿Por qué se aprovecha de la situación?
-Porque en mi casa tenemos hambre.

Fue a dar a la cárcel y al otro día, el alcalde dio la orden perentoria:
-Fusílenlo.

Una ráfaga de tiros de grass acabó con la vida de Piringo, al pie de un cañafístolo. Murió sin saber que su mujer y su hija también habían muerto bajo las ruinas de su casa. 

Miércoles, 17 de Mayo de 2017
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