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Todo lo que hay que hacer es encontrar el camino: un camino de retorno al corazón.
Domingo, 11 de Septiembre de 2016

La huella constante de los días se va grabando en el recuerdo, atada al destino en cada uno de sus extremos, que son la vida y la muerte, por una cuerda demasiado sutil, frágil y deleznable.

En ese recorrido aparecen cosas muy bonitas, que se van ligando a la trayectoria y se tornan, entonces, en un afluente de motivos que inspiran y caen en la red del alma, esa que atrapa momentos de felicidad y da alternativas de armonía.

Todo lo que hay que hacer es encontrar el camino: un camino de retorno al corazón, al comienzo de cada momento nuevo para procurar que, en el final del hilo, con la paz a la diestra de la existencia, se halle el remanso, la recompensa por haber vivido con madurez, después de haber aprendido de las derrotas.

Mientras tanto, en vano busca uno la felicidad en las cosas que en el fondo son amargas, e insanas; pero, hay que hacerlo, para aprender que el vacío se sacia sólo con fuentes espirituales. Lo que no sirve va quedando en la ribera, relegado, estéril, como señal precaria de que en algún lugar, adelante, deben estar las cosas valiosas: en el jardín.

Todo lo que hay que hacer es aprender a ver el paisaje un poco antes, sentarse en la orilla de cualquier madrugada, que es la niña de la mañana, e imaginar que los espacios y los tiempos parciales son sólo un guiño que hace Dios para reflejar mejor el ritual de la esperanza.

Entonces uno aprende a creer que, para llegar a los puertos seguros, deben adivinarse las rutas de los pájaros, escuchar sus voces y avanzar hacia el horizonte con la sombra del universo girando en torno al arco iris.

En la fascinación de intuir ese mundo esplendoroso, en la magia de la inspiración, se trasluce la esperanza, como una brisa solitaria que pasea por el viento, dejando aromas de ilusiones, o como los granos de arena que se juntan en las playas para mirar el mar: en el fondo, la única realidad valedera son los sueños.

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