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Mónaco, una engañosa fantasía
Ser huésped de un hotel de cinco estrellas, es olvidarnos por algunas horas de la realidad que nos circunda.
Sábado, 5 de Septiembre de 2015

Ser huésped de un hotel de cinco estrellas, es olvidarnos por algunas horas de la realidad que nos circunda. De lo que ocurre en la parte de afuera del edificio que lo entorna. Es transportarse a un mundo imaginario, donde  el lujo, la comodidad y el derroche, circulan por los pasillos y por los ascensores, como si el hombre jamás hubiera sabido de sufrimientos o la vida no fuera un cúmulo apretujado de sobresaltos.

Esto en cuanto a un hotel de cinco estrellas, que los hay por montones en la tierra. Pero en cuanto a ciudades que parezcan un fabuloso hotel de lujo, solo existe una en el globo terráqueo. Es un maravilloso puerto ubicado estratégicamente al pie de un promontorio del Mediterráneo. Es un lugar que parece pintado a mano por los dioses del Olimpo, para servir de recreación y residencia a unos cuantos privilegiados por la varita mágica del éxito. Es, en una palabra, una especie de cuento de hadas hecho realidad, si es que puede llamársele realidad a semejante fantasía.

Esa ciudad, que pareciera tener nombre de hotel, es Mónaco. Es, a su vez, la capital del mismo principado. Habitada por dependientes de almacenes de lujo, recepcionistas de hotel, gariteros de casino, guías de agencias de viajes y unas cuantas celebridades del cine y el deporte, que habitan en casas fastuosas incrustadas en las montañas, es, sin lugar a dudas, el emporio turístico por excelencia.

Allí no hay lugar para el ceño fruncido. Al menos, es lo que parece  notarse en apariencia. La placidez es una especie de común denominador y un aire de alegría y regocijo, se extiende de un extremo a otro.

Un yate de lujo es parte del arsenal de descanso de cada monagesco. Un Ferrari o cualquier otro auto deportivo de marca, conforman el atuendo. Una motocicleta de carreras y el infaltable frasco de aceite, para broncearse en la playa, tipifican la figura del despreocupado play boy, ajeno a los padecimientos del planeta.

Ese mundo obviamente,  no es nada real. Es apenas una mascarada, una careta risueña que encubre la verdad.  Un antifaz que esconde las angustias que se arrastran por entre aquel desprevenido carnaval.

No me arrepiento de haber estado allí, ni de haber disfrutado como un asustadizo provinciano, de la deslumbrante impresión que nos produjo, la majestuosidad de las salas de juego. Lo hice hace treinta y cinco años con  mi familia y algunos amigos de la ciudad, quienes nos acompañaron en ese viaje inolvidable. Entre estos recuerdo a Pepita Caro, Hilda de Salgar, Jorge Sánchez, Omar Verdun, Ramón Mora, Juan Jaimes, Sarita Clavijo, Maura Labrador e Isbelia de Morelli. Aquello fue, además de apasionante una extraña experiencia. Extraña, porque fue como haberle visto la cara al mundo, desde una dimensión completamente falsa. Recuerdo que le dije a Maura, que ese era un lugar donde los soñadores no podíamos permanecer más de cinco días, porque corríamos el grave riesgo de terminar creyendo que la tierra era así: un universo feliz, repleto de música y de magia.

Al salir de allí tuve la sensación de haber permanecido algún tiempo dentro de las páginas de un cuento infantil.  Libro  donde los hombres convertidos en niños, son habitantes de un mundo de fabulosas diversiones, y los policías, muñecos de azúcar, repletos de caramelos de colores, para ser entregados a montones, a quienes se les ocurra inventar una ingeniosa travesura. Allí vivió Radamel Falcao, quien fue jugador del Mónaco, y en su momento, uno de los mejores jugadores de futbol del planeta.

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