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Mamás, pequeñines y lloros

Esta semana empezaron las clases para los más pequeños de la camada.

Esta semana empezaron las clases para los más pequeños de la camada. De la camada humana. Porque eso somos: una sola camada, aunque muchas veces nos agarremos a picotazos los unos contra los otros. Y viceversa.

Son muchos los niños pequeñitos que, por primera vez, van a un colegio (jardín, prejardín, transición, párvulos o cualquier otra denominación que se le quiera dar)

Van por primera vez y eso significa un trauma familiar, que se refleja en las escenas de dolor que se viven en las entradas al colegio: los niños lloran, las mamás lloran, las abuelas lloran y las tías lloran.

Porque todo el mundo femenino de la familia (muy tal cual padre) asiste a despedir al niño, que de ahora en adelante tendrá otro hogar la mayor parte del día y de los días.

El niño se aferra a los brazos o las piernas de la mamá, la profesora jala, el niño patalea, araña y muerde, la mamá le suplica que se quede, la abuela pide que no se lo maltraten y la tía le promete un helado si se porta bien.

En esa batahola duran varias horas hasta que aparece la directora del establecimiento, seria y regañona como buena directora, le tira las orejas a la profesora y les pone tatequieto a las mujeres acompañantes:

-Lo tienen así por consentirlo demasiado. Déjenlo por mi cuenta.

Toma al niño en sus brazos, lo acaricia, le sonríe y como por arte de magia el muchachito se calla y se va de la mano de la pedagoga.

Las mujeres quedan desconcertadas y no saben si seguir llorando o reír o darle gracias a Dios. Todo se ha solucionado favorablemente para las partes involucradas.

En nuestros tiempos era distinto. Primero, porque los niños íbamos a la escuela, como ya lo dije en un escrito anterior, a los siete años, es decir, cuando teníamos  “uso de razón”.

¿Qué es uso de razón? No lo sé, pero ya lo teníamos, como teníamos un trompo, un runcho y unas pepas de cristal. Con esos elementos entrábamos a la escuela, sabiendo que a la maestra había que hacerle caso, o de lo contrario, nos agarraba a ferulazos.

La férula era una regla con huecos, con la que nos daban en la palma de la mano o por las pantorrillas, pues el pantalón largo no se usaba a esa edad.

Segundo, porque sabíamos que en la escuela había recreos y canchas y balones para jugar, de manera que había posibilidades de pasarla sabroso.

Tercero, porque cuando entrábamos a la escuela ya teníamos algo adelantado en la mollera. Algunos ya sabían las vocales y otros ya sabían que la m con la a, ma.

Y cuarto, porque no teníamos ni la más remota idea de que existían las tales tablas de multiplicar, que nos amargarían la vida toda la vida, es decir, toda la primaria y todo el bachillerato.  

Afortunadamente algún genio japonés vino en ayuda de la pobre humanidad agobiada y doliente e inventó la calculadora electrónica. Los estudiantes de hoy no necesitan aprenderse las tablas. Para eso están las calculadoras.

Volviendo al comienzo. La entrada a la escuela en aquellos tiempos de upa no era traumática, no causaba lloros, ni la despedida era, como sí lo parece ahora, la despedida de alguien que se va a la guerra.

Pero en dos o tres días, el muchachito se encariña con las profesoras y con los compañeritos y hace del colegio su segundo hogar, tal como lo prescriben las normas de la pedagogía moderna. Las más satisfechas son las mamás que, olvidando los lloros, han logrado  desprenderse de sus bellos hijitos.  

fortunadamente, para bien del género humano, en especial de las mamás, Dios creó a las maestras, que tienen que aguantarse durante todo el año las diabluras de los angelitos.

Lunes, 25 de Enero de 2016
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