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Los ochenta de Sofía
El matrimonio fue todo un acontecimiento en el pequeño caserío.
Miércoles, 5 de Abril de 2017

La noche se nos vino estrellada y calurosa. Alrededor del mango del patio se fueron acomodando los visitantes, mientras en una esquina, el de los teclados derramaba canciones en honor de la cumpleañera, porque ochenta años no se cumplen todos los días, y los hijos de Sofía estaban dispuestos a tirar la casa por la ventana, esa noche. Y así lo hicieron.

Pero tratándose de una familia tan creyente como la de Sócrates y Sofía, no podía faltar el introito religioso. “Primero, la misa”, dijo Sofía, y de inmediato consiguieron el cura, prepararon el altar, compraron el vino y prepararon el platillo de las limosnas. Comulgaron los comulgantes de siempre, los demás pasaron saliva y después del ite misa est, empezó la rumba. El señor cura se fue con su misa a otra parte, y nosotros nos quedamos con la fiesta.

El motivo no podía ser más especial. Ochenta años atrás una hermosa niña, vivaracha y alegre, llegó al hogar de Arturo Clavijo y Ofelia López, en Bucarasica. A los ocho días la bautizaron y en la pila del bautismo cantaron los ruiseñores. 

La niña creció, se hizo volantona, aprendió los oficios de la casa y tenía dieciocho años cuando conoció a su príncipe azul, que no era tan azul sino más bien paliducho, pero simpaticón, sano como casi todos mis tíos, de buena presencia como todos ellos y, lo mejor, tenía un buen cargo: era el recaudador de impuestos.

El matrimonio fue todo un acontecimiento en el pequeño caserío: pólvora, repique de campanas, retreta a cargo de la banda del pueblo y comida de perdices porque fueron felices. De ello hace sesenta años, cuya conmemoración estaremos celebrando este año.

Como decía, el motivo de la reunión, el sábado pasado, era más que merecido. Había allí gente de Bucarasica, de Sardinata, Las Mercedes, Cúcuta, Villa del Rosario y Bucaramanga. Con el whisky, el calor fue subiendo. No se movía una sola hoja del mango. Fue entonces cuando Leila, una de las hijas, quiso repartir cartones de huevos entre las señoras para que se echaran aire, pero se arrepintió y puso a circular el abanico chino de flores de doña Sofía. 

Cuando estábamos en lo mejor de la fiesta, otra hija, Elsa Marina, tomó el micrófono y todos callamos esperando una de sus canciones. Ulises, su esposo, era el único que murmuraba en voz baja: “No la dejen, que ella no canta”. En efecto, Elsa Marina se limitó a dar las gracias a los asistentes por la compañía y a presentar a su pequeña sobrina Angélica, de cinco años, quien sacó la vena artística de Sonia, la mamá, y cantó una bella tonada en homenaje a la abuelita.

Bailes van, bailes vienen, la más contenta era la agasajada quien, al lado de su esposo, mi tío Sócrates, no paraba de recibir abrazos y parabienes. Seguramente recordaba sus otras grandes fiestas: la primera comunión, el matrimonio, la ordenación de su hijo Eulises, temprana y dolorosamente fallecido, y ahora sus ochenta.

Sofía Clavijo no demuestra los años que tiene. Es una señora muy aseñorada, elegante, activa, que no se está quieta un momento. Es el eje del hogar y todos la quieren, familiares, amigos, vecinos y hasta los yernos. Ella se deja querer y reparte sonrisas a lado y lado. Su corazón es inmenso y en él cabe todo el amor del m.

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