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“Los corazones que no tienen memoria”
Los ancianatos representan los escenarios más dramáticos para los padres “desechados”.
Martes, 17 de Enero de 2017

Reconozco que  heredé de  mi  padre su  temperamento  fuerte y  a  la  vez la solidaridad, o sensibilidad  social. Él le  tuvo miedo,   pavor, a  la ingratitud;  por  algo  escuchaba con mucha  atención  la  canción del  cantautor  argentino Carlos  Spaventa,  “La  cama vacía”, que  popularizó en  el  país el  cantante tolimense Óscar Agudelo.

Dentro  de los  defectos  y virtudes  que  lo  caracterizaron  como  un  ser humano muy  generoso y analítico,  con  sus  copas  adentro,  manifestaba  que si  había  algo   que  lo  martirizara o  hiriera era  la  ingratitud.

De manera  paradójica, la  primera  persona  muda que  encontró un  método  para  enseñar a  leer  y  escribir a quienes  padecían la  misma  limitación fue  el sacerdote francés  Jean  Baptiste Massieu,  a quien por las  altas razones   filantrópicas se  le  atribuye  la  frase: “La  gratitud  es la  memoria  del corazón”.

La paradoja  abunda  en el  mundo  de  la  educación,  por  lo  menos  en  nuestro  país,  porque  muy  pocos discípulos  recuerdan  y  reconocen los  aportes  de sus  antiguos maestros y profesores,  cuando son exitosos profesionales.

Y para ahondar  el  antivalor, quienes más  lo aplican  son  los  mismos  educadores cuando  alguno  de  sus  colegas  se  retira  de la  institución, por llegar al  final  de  la  trascendental misión y alcanzan la justa jubilación.

Con abrazos apurados se  despiden  los pensionados y  sus realizaciones comienzan  a  ser  ignoradas y  sus  nombres  llenan  las largas  filas  del  olvido. Se  afirma  que la  nueva  etapa de los docentes  puede  desarrollar  enfermedades mortales,  pero   no tan graves como las  que  lesionan  el  alma,  la  ingratitud.

Pero la  que  más  hiere  y  atormenta es  la que  viene  de  los  hijos, cuando la  amnesia de  los descendientes no les  permite  recordar los  sacrificios,  las  caricias  y  la  entrega de  sus  progenitores.

Algunos de  los  hijos   se  “distinguen” por  ser  utilitaristas,  reconocen a  sus  padres por todo  lo  que  reciben  y  desde  el  momento que  no  dependen  económicamente de  ellos,  los  desechan  y los conminan al  olvido.

Tuvieron  a  los  mejores  papás  hasta  cuando  se graduaron como  profesionales gracias a  los  esfuerzos  económicos de  ellos, con buenos  salarios y  con  hogar  propio, aprovechan  pequeñas  diferencias para  cortar la  comunicación con  quienes en  adelante  no  necesitarán.

Los  ancianatos  representan  los  escenarios más  dramáticos para los  padres  “desechados”, con las  pensiones  que  lograron con su  trabajo  duro  y  honesto  se mantienen  en  condiciones  dignas,  pero las  heridas  que  reciben con  la  ingratitud de  sus hijos  que  tanto  mimaron  cuando  eran  niños, les  restan  las  ganas  de  vivir y  de  allí son  llevados  al cementerio  en  medio  del  silencio y  sin  llantos.

Las  lágrimas,  la  soledad y  la  tristeza que enmarca el  final  de los  ancianos,  representa de  forma  contundente el  delito de  la  ingratitud,  el  que  no  es  penalizado  por la  justicia mundana,  pero  que  seguramente tendrá   otras  repercusiones .

“Yo  no  quiero que  a  mis  hijos les  toque pasar por esto, así me  hayan abandonado en  este  asilo,  los  seguiré queriendo y  recordando hasta  que  Dios  se  acuerde  de  mí”,  expresó una  viejita  en  uno  de  los ancianatos  de  la  ciudad.

Hay otras  expresiones de ingratitud que  se manifiestan  en  familiares,  compañeros  de  trabajo y amigos,  que  también  duelen  en  el  alma,  pero  no  tanto como las  anteriores. 

Como epílogo de  esta  reflexión, se  podría  afirmar,  que  los discípulos desagradecidos, que  los docentes  indiferentes con  sus  compañeros , los amigos y  los hijos  ingratos,  hacen  parte  del grupo de … “Los  corazones que  no   tienen  memoria”.       

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