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Fidel murió en su ley
Cuando ingresé en la Universidad, el velo que todavía cubría mis ojos inocentes se descorrió.
Sábado, 26 de Noviembre de 2016

Cuando Fidel Castro entró en las calles de la Habana, a comienzos de 1959, yo tenía apenas 10 años. A pesar de tan corta edad, su imagen joven, montado en un tanque, barbudo, sonriente y victorioso me sedujo. La seducción que produce la imagen de un líder que parecía dispuesto a cambiar su país, para bien, y a liberarlo de las garras tiránicas y asesinas del dictador Fulgencio Batista, me duró hasta los 17 años.

Cuando ingresé en la Universidad, el velo que todavía cubría mis ojos inocentes se descorrió. Entendí que, a pesar de sus triunfos en materia de ofrecer servicios de salud y mejor educación para su pueblo, Fidel se había convertido en otro dictador y tirano, endemoniadamente terco, que sacrificó el bienestar material de su pueblo en aras de imponer, a toda costa, una revolución del peor corte comunista. Pero mi curiosidad por conocer a Fidel continuó.

Como me siguieron gustando las canciones de protesta latinoamericanas que coleccionaba y cantaba al son de mi guitarra. En el fondo, seguía entendiendo que América Latina requería  cambios profundos en sus estructuras políticas, económicas y sociales, si aspirábamos a que nuestros pueblos progresaran y nuestros países ocuparan un digno lugar en el mundo.

Cuando serví como Embajadora de Colombia en la República Socialista Popular de Bulgaria, conocí de cerca las opresiones de un régimen comunista duro y súper ortodoxo. Observé con ojo crítico la falta de libertades y garantías que, al igual que los vecinos soviéticos y los cubanos en la isla lejana, sufrían los sacrificados búlgaros. Pero en contraste con lo que se observaba en Cuba,  en Bulgaria sus habitantes no sufrían de hambre, tenían viviendas humildes pero dignas, y vestidos que no eran harapos. Entonces, mi curiosidad por conocer a Fidel y estrechar su mano desapareció.

Posteriormente, cuando la Unión Soviética se desintegró y Cuba no continuó recibiendo su ayuda económica y subsidios en materia de alimentos y petróleo, las penurias de la población cubana aumentaron dramáticamente. Los alimentos no solamente fueron más fuertemente racionados, sino que muchos desaparecieron completamente.  El número de cubanos tratando de escapar de la isla, no obstante los serios peligros de morir en el intento, aumentó de manera impresionante. Pero Fidel no dio su brazo a torcer y continuó imponiendo su fracasado modelo, a sangre y fuego. Se calcula que el Producto Interno Bruto se redujo, en tres años, en 36 por ciento.

Entonces Hugo Chávez vino en auxilio de Cuba y comenzó a suministrar petróleo, fuertemente subsidiado, y a enviar a los cubanos dinero en efectivo, a cambio de sus “servicios” en materia de salud y seguridad, y de asistencia para imponer en Venezuela una revolución socialista. Los nortesantandereanos conocen, de primera mano, los impactos de esa revolución sobre la situación de sus vecinos, sobre todo después de la imposición, con el apoyo cubano, del ignorante e incapaz sucesor de Chávez.

Hoy el mundo se pregunta qué pasará en Cuba con la desaparición de Fidel. Pienso que no mucho: desde hace 10 años el país es manejado por Raúl Castro, el hermano de Fidel. A pesar de que el heredero del poder ha introducido algunas reformas, los cambios han sido tímidos. Trump planea apretarle las clavijas al régimen cubano, a cambio de pequeñas concesiones. El régimen cubano, por lo menos hasta la muerte de Raúl, continuará en las mismas.

En su famoso discurso de defensa cuando se le sometió a juicio por el ataque al fuerte Moncada, Fidel dijo: “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”. No será así. La historia no le perdonará haber acabado con Cuba y con Venezuela.

 

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