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Columnistas
El mágico hechizo de la sensibilidad
Con el arte ocurre lo que suele suceder con el amor.
Sábado, 12 de Diciembre de 2015

En días pasados tuve la oportunidad de asistir, en la biblioteca Julio Pérez Ferrero, a una exposición de pintura. Confieso que el cuadro que me motivó, racionalmente parecía no tener ninguna explicación lógica.

Es más, en el mundo de lo materialmente expresable, no tenía espacio ni forma. Pero así fue. Despojado de todo criterio intelectualista, de aquello que suelen llamar los expertos racionalidad pictórica, atendí apenas el palpitar del azar emocional, de la rebeldía natural del corazón, para terminar dejándome llevar por el mágico mensaje de lo inexplicable, que solo tiene asiento en la poesía, música instintiva e inseparable amante de la belleza espontanea.

Alejado del prejuicio crítico que suele enceguecer el normal discurrir de la sensibilidad, traté de despojar mi espíritu de todo sensacionalismo sombrío, de todo dogma frío y esquematizado, intentando penetrar en el salón de arte recubierto de una inocencia adánica, capaz de acercarme al milagro de la absoluta desprevención por el artista y de plena motivación por los sentidos. Algo semejante a lo que hacen los fieles de ciertas religiones, que dejan las sandalias a la entrada para no profanar el templo y llegar limpios de impudicias al encuentro con lo divino.

La verdad es que nunca he creído que la belleza de un cuadro entregue la magia de sus secretos a aquellos criterios cuya interpretación sea puramente intelectual. Igual rechazo sufriría el espíritu que se acerca a Dios con el argumento miserable de que éste existe porque su presencia se presiente en la armonía de los astros o en la lógica ley de causalidad o en la tan difundida revelación del dogma. A ese erudito razonamiento yo opondría la vía directa de las emociones, la compresión pasional, la intuición lúcida y el deslumbramiento espontaneo. Lo haría convencido de que el arte no se crea sobre razones de ciencia o de filosofía, sino sobre valores del universo sensible, incluidas las imperecederas fuentes de lo irracional y lo sensible.

Con el arte ocurre lo que suele suceder con el amor. Uno se enamora de una mujer esencialmente, sólo en la medida en que esa mujer sea misterio, posibilidad y lejanía. En el momento en que se convierte en una ecuación matemática donde desaparezca absolutamente la duda, se marchita el mágico hechizo del misterio y muere el encanto fascinante de la incertidumbre.

Es lo que de alguna manera suele ocurrirnos con Dios. Yo personalmente no lo descifro integralmente. Racionalmente no alcanzo a inmiscuirme en la evidencia real de su existencia. Pero lo acepto y temo dentro de la abstracta dimensión universal que envuelve su misterio.

Si fuera cierta la teoría de que uno se enamora de lo que alcanza a conocer y comprender racionalmente, jamás se enamoraría, pues en la mayoría de los casos, este suele ser la negación de la razón. De ahí que uno sólo suele casarse cuando está loco.

Confieso que siempre intenté anteponer la razón a la sensibilidad y me fue difícil descubrir la belleza. Es más, siempre sentí el rechazo de su música interior, hasta cuando comprendí que la razón no es la clave que da entrada al mundo de lo maravilloso. Es una llave falsa. Ese el motivo por el que no necesitemos conocer la partitura, ni el argumento que inspiró al compositor, para sentir cuando una hermosa sinfonía corresponde a la máxima dimensión de la belleza. Basta el deslumbramiento que nos produce, para sentir que estamos frente a una verdadera obra de arte.

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